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Una familia explora su relación mientras corre.
Todas las fotografías pertenecen a Kiko Sweeney
Mi familia corre.
Es algo que compartimos, mi mamá, mi papá, mi hermana y yo. Cuando era niña, todos los años hacíamos un viaje desde Los Ángeles hasta la ciudad costera de Manzanita, en Oregón (con una población de 454 habitantes), donde mi abuelo construyó una cabaña en los años 50. Teníamos familiares en la costa noroeste del Pacífico, así que el viaje estival a Manzanita era una oportunidad para reconectar con primos, tíos y abuelos. La actividad obvia en Manzanita era jugar en la arena todo el día. Algunos de mis primeros recuerdos en la vida son correr por la costa de Oregón, correr a toda velocidad, a pies descalzos, sobre esa arena densa y húmeda durante la marea baja, sintiendo los granos fríos de la arena entre mis dedos y las gélidas olas lavando mis pies.
Incluso hoy, las mañanas en la cabaña de la playa tienen su rutina. Mamá y papá se levantan temprano. Mi papá prepara el café y el primer desayuno. Ella elonga. Mi hermana Kyra y yo hacemos más café, generalmente con el mismo café molido que usó papá. En la radio suena la estación local y en cuanto la apagamos, escuchamos el sonido de las olas al explotar. Con papá nos reunimos en el ventanal para ver las nubes sobre el Pacífico y todas las variaciones del clima que se mueven a lo largo de la costa.
Finalmente, nos calzamos las arenosas zapatillas que todavía guardan la humedad del día anterior y cruzamos el umbral de la puerta.
Mamá guía a Kyra desde la casa hasta un camino de acceso a la playa que termina en un desteñido letrero naranjo que sugiere cuidado antes de llegar a la arena. Kyra es ciega. Nació con un desorden genético que impide que la luz llegue a sus retinas. Para Kyra, correr no es una de esas cosas tipo “contra todo pronóstico” que se suele decir de los atletas con discapacidades. Para Kyra es solo algo que hace para liberar estrés en tanto comienza su carrera como abogada.
Kyra no está sola en el proceso de compartir su identidad con discapacidad en esta familia. Yo soy su aliada y también tengo una discapacidad, porque vivo con migraña crónica. Nuestros padres cargan con dolores y lesiones antiguos y están en la constante búsqueda para sanar. Sin embargo, aceptan que parte de envejecer es lidiar con problemas físicos y aprender a hacer las cosas que aman de manera diferente.
Nuestra familia ha reflexionado mucho sobre la discapacidad, sobre lo que significa y sobre cómo te define como persona. Existen definiciones oficiales que te ayudan a acceder a sistemas de apoyo fundamentales para las personas con discapacidades. También existe la realidad de vivir con una discapacidad cada día de tu vida y las adaptaciones que ello conlleva. Mamá y papá, por ejemplo, han reconsiderado prácticas que han realizado durante toda la vida.
Ser corredora me ayuda a entender que las migrañas son una discapacidad. Es reconocer que las migrañas evitan que haga cosas que podría hacer si no fuera por ellas. Cuando me duele la cabeza, no puedo correr. Ese día, semana o mes no corro, para evitar que el dolor empeore y darme algo de atención a mi misma en esos momentos.
La relación de Kyra con su discapacidad y con correr también sigue evolucionando. Correr no es siempre agradable o posible para ella. Cuando niña, en clases de educación física, a veces se preocupaba de que nadie corriera con ella o que solo lo harían por obligación. “De adulta, descubrí que puede ser algo social”, comenta. “Crecer en una familia de corredores fue realmente bueno para mí”.
En su casa en Boston corre en sobre una trotadora o junto a Achilles International, una red de grupos de corredores que apoyan la actividad para personas con discapacidades. Un guía la ayuda a navegar los obstáculos conectados con una cuerda. Nuestra familia confeccionó su propia cuerda a partir de dos mosquetones de aluminio vintage, de cuando mi papá escalaba por el mundo en las décadas de los 80 y 90, conectados por un cordón elástico azul, básicamente como una antigua cinta express.
Cuando vamos a la playa llevamos la cuerda, pero cuando llegamos a la sección de arena compacta que deja la marea baja, la soltamos. “Cuando niñas era muy liberador [correr en la playa]”, dice Kyra. “Sabía que estaba a salvo. Lo único que probablemente golpearía sería el agua, o quizás chocaría con Kiko, pero no pasaría nada”.
Seguimos el sendero más allá de unas dunas más altas que nuestras cabezas y que parecen más grandes cada año. Están cubiertas de pasto de playa que se mece suavemente con la brisa de la mañana.
Papá nos recuerda de niñas, corriendo a toda velocidad con el viento en la cara y un rocío salado en el aire. “La brisa, el agua, el cielo abierto, la maravilla de estar en la playa, sintiéndose libres para correr. Verlas así era la felicidad misma”, dice papá.
Ahora que ya pasamos los restos de maderas dejados por la marea de invierno, hacia el norte aparece la siempre verde Neahkahnie Mountain, cubierta de gruesas nubes y enmarcando la gran playa de Manzanita. Hoy está frío y húmedo. Una ligera neblina se levanta a la distancia desde las olas que chocan en la costa.
Giramos al sur y nos dispersamos en una línea perpendicular al agua, pero nuestra formación se desarma rápidamente. Kyra no quiere usar la cuerda y se separa del grupo hacia la orilla. Para ella, estar en la playa es una oportunidad poco usual para correr de manera independiente. “Junto al océano, puedo guiarme por el sonido y seguir en línea recta” describe Kyra. “Si corro hacia el océano, ese sonido es la meta, donde debo detenerme”.
Mamá y papá comienzan a bajar el ritmo hacia una caminata rápida. Yo me detengo a recoger galletas de mar y tomar un poco de agua.
Desde niñas, nuestros padres nos mostraron que correr era una manera de manejar el estrés, mantenerse sanos y divertirse. Mi mamá me dijo una vez, “[correr es] una gran parte de mi identidad… pensaba que no poder correr sería el fin del mundo para mí”. Pero cuando se vio obligada a parar mientras se recuperaba de una operación, encontró otras formas de estar al aire libre. Aquí hoy día, mamá marca el tiempo a veces literalmente corriendo en círculos alrededor del resto de nosotros.
Una de las muchas alegrías de correr en la playa es que ciertas adaptaciones necesarias, como el uso de una cuerda guía para Kyra o una superficie más blanda para mamá y papá, se vuelven menos importantes. Es un lugar donde simplemente podemos celebrar la libertad de movernos como corredores y como familia.
Después de casi 5 kilómetros, llegamos a un muelle que indica el final de la playa, señal de que debemos regresar. La marea que comienza a bajar amplía la playa aún más y entrega más espacio para explorar de camino a casa. Papá encuentra una galleta de mar. Con Kyra hacemos una carrera hasta la orilla del mar, riendo y gritando como cuando éramos niñas, buscando las pozas que deja la marea y salpicando el agua gélida, empapando nuestros calcetines y zapatillas.
Finalmente llegamos a las dunas frente a nuestra acogedora y erosionada cabaña. Mamá guía a Kyra de regreso entre los baches de los montículos de arena que suben y bajan a través de los años. Estoy agradecida del tiempo que pasamos corriendo en familia en las amplias playas de arena de la costa de Oregón, celebrando todo aquello que no se interpone en nuestro camino.
Nota de la autora: En este artículo usé el lenguaje person-first (primero la persona) para describir a alguien con discapacidad. Sin embargo, reconozco que cada individuo que pertenece a esta enorme comunidad tiene derecho a elegir cómo se identifica y esto puede, además, variar con el paso del tiempo. ¿No sabes cómo se identifica una persona cercana? Pregunta de manera respetuosa, muestra lo que sabes y abre tu corazón a la conversación.
Kiko Sweeney
Kiko Sweeney es fotógrafa, creadora audiovisua ly escritora. Vive en Oregón y es miembro del equipo de atención al cliente de Patagonia. Pasa sus horas de almuerzo y fines de semana corriendo por los senderos de su patio trasero