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En una expedición micológica se necesitan preparación y predicciones, pero sobre todo coincidencia y una apertura de todos los sentidos. Mirando, oliendo y escuchando más profundamente encontramos una ventana hacia los secretos de la evolución y de la vida en la Tierra.
Todas las fotos por Mateo Barrenengoa
En toda expedición a lugares remotos los meses previos están llenos de ilusión, expectativas, ansiedad y, sobre todo, mucha preparación. Y cuando se trata de salir a buscar hongos, a lo anterior se le suma una imponente incertidumbre que nos acompaña como una nube gris, densa y totalitaria. “¿Estarán visibles?”.
La respuesta a esa permanente interrogante es tal vez el mismo motivo por el que algunos nos sentimos tan atraídos por estos seres con los que compartimos el mundo, permanentemente presentes pero muchas veces ocultos, agazapados entre las demás estructuras del bosque en perfecta simbiosis.
De una manera silenciosa los hongos transforman la materia aparentemente inerte en sustento para más vidas en la Tierra y de pasada nos dan medicina, alimento y conexión con lo divino desde los inicios de la humanidad. El reino fungi conecta todo lo que está bajo nuestros pies.
Las expediciones micológicas se guían por predicciones basadas en años anteriores, pero la naturaleza se rige por el Kairós, no por el Chronos. En los meses previos a la fecha de partida, todo está apostado en qué nos encontraremos, en que los días exactos que elegimos serán los mismos que el Kairós de los hongos. Todo está en juego.
Pero por mucho que nos preparemos, estudiemos y planifiquemos estas expediciones, la verdad es que nunca podemos predecir con certeza el momento exacto en que un hongo hará visibles sus estructuras de reproducción sexual, las que conocemos como callampas o setas. Estas estructuras macroscópicas —que son finalmente las que recolectamos para estudiar o cosechamos como alimento— tienen como único objetivo producir y dispersar esporas, un fenómeno que ocurre tal vez una o dos veces al año y cuyo único fin es la recombinación genética que a su vez sustenta la posibilidad de que haya vida en la Tierra. La magia de la evolución se esconde en cada seta que avistamos.
Cuando nos lanzamos al terreno, no sabemos cuál será esa ventana de posibilidad en que las precipitaciones, la temperatura y nuestras decisiones se conjugarán para producir el mágico momento en que nuestros ojos se dirigen exactamente al lugar del cual salió una seta para mostrar al hongo hasta entonces invisible.
Con todo eso dando vueltas en mi cabeza, para esta expedición a Tierra del Fuego, nos preparamos anticipadamente y ponemos especial atención al peso que llevaremos en la espalda y a las herramientas de colecta. No son pocas, no pesan tanto y son esenciales. Cajas de colecta, canasto, cuchillo, papel encerado, bolsas, secador, gel de silica, contenedores, lupa, cámara, trípode, etiquetas de colecta y algo más. Vamos seleccionando en orden: lo que llevamos en el cuerpo al caminar, lo que debemos tener en el campamento al regresar de la colecta y lo que debemos tener para guardar nuestras muestras luego de procesar.
Con la mochila puesta y caminando entre la densa vegetación al sur del mundo, comienza la reflexión que me acompaña desde hace casi 25 años: ¿Cómo es posible que habiendo intentado hacer otras cosas no pueda hacer más que atenderlos a ellos, los hongos?.
Con todo eso dando vueltas en mi cabeza, para esta expedición a Tierra del Fuego, nos preparamos anticipadamente y ponemos especial atención al peso que llevaremos en la espalda y a las herramientas de colecta. No son pocas, no pesan tanto y son esenciales. Cajas de colecta, canasto, cuchillo, papel encerado, bolsas, secador, gel de silica, contenedores, lupa, cámara, trípode, etiquetas de colecta y algo más. Vamos seleccionando en orden: lo que llevamos en el cuerpo al caminar, lo que debemos tener en el campamento al regresar de la colecta y lo que debemos tener para guardar nuestras muestras luego de procesar.
Con la mochila puesta y caminando entre la densa vegetación al sur del mundo, comienza la reflexión que me acompaña desde hace casi 25 años: ¿Cómo es posible que habiendo intentado hacer otras cosas no pueda hacer más que atenderlos a ellos, los hongos?
El camino nos lleva a ascender una de las tantas montañas sin nombre en Tierra del Fuego para llegar a una sección de ñires, grandiosos árboles que aquí crecen achaparrados por el viento y hostilidad general del ambiente. Mientras trepamos sólo pienso en los hongos que crecen asociados a estas plantas: digüeñes atrompetados, duros y pegajosos, setas coloridas en el suelo en torno a los árboles, distintas formas fúngicas que crecen en las hojas y ramas caídas, y por supuesto, lo inconcebible e inimaginable, esto último siendo el motor que posibilita salir de la carpa y volver a ponerse la ropa fría y mojada del día anterior y el anterior y el anterior.
Durante el ascenso mi pensamiento está alejado de la dificultad de escalar paredes cubiertas de vegetación con una mochila de más de 20 kilos en la espalda y un canasto de mimbre en la mano. En cambio, pienso activamente en las personas que habitaban este espacio antes de que existiera el Gore-Tex y el poliéster. Me acompaña un explorador fuerte y seguro, un verdadero “life-line” que estoy segura de que conscientemente no piensa lo mismo de mí. Sin embargo, ante cada hongo o baya que ve sigue su pregunta: “¿Se come?”.
Mientras subimos una pared de roca aferrados a la vegetación como cordón vital, la tierra comienza a temblar y un estruendo ensordecedor y paralizante inunda el espacio. Lo miro y veo atención en sus ojos y cuerpo: “un deslizamiento de tierra”, me dice mientras se escucha el sonido de árboles quebrándose en el valle que nos rodea. Mis piernas se empiezan a debilitar y retrocedo a tierra horizontal. Sentada, literalmente aterrada, siento el miedo entrelazado con la convicción de por qué debo llegar a esos ñires.
Tomar agua. Levantarse. ¿Qué hongos esperan? Regreso a la pared vertical y subo sosteniendo los cordones vegetales vitales que están anclados a la roca. Arriba, por fin, un riachuelo precioso nace de la nieve y hielo que bordea una laguna semi-congelada. ¡Es posible que nadie antes haya pisado estos centímetros de tierra!,
Desde mi nueva perspectiva los veo, allí están: los ñires se ven en un cerro detrás de la laguna; queda trecho que andar aún. Mi compañero de ruta propone un descanso junto al desagüe de la laguna que se presenta como furioso y hermoso caudal antes de caer por la pared que acabamos de escalar. Todo se siente elemental, árido incluso, con un viento afilado y despiadado. Y entonces pasa lo inesperado: de su mochila saca una naranja. ¡Una naranja! Frescor cálido y esperanzador que pone la vida en perspectiva al gatillar dentro mío la reflexión de lo que es importante. Se necesita energía y velocidad en llegar a la meta para regresar con luz. En ese momento cedo a lo razonable: para caminar sobre el hielo en una pendiente empinada —que es la única ruta a los anhelados hongos posiblemente visibles bajo o sobre los ñires— es importante dejar el canasto de mimbre y contar con ambas manos libres.
La exploración sin accesorios. Sólo apéndices armónicos.
Nos damos ánimo en el frío, sacudiéndonos, y avanzamos hacia los ñirres que siguen ahí, cada vez más cerca, con la esperanza de que estén sosteniendo algún ejemplar de los hongos que motivan esta aventura. Con cada paso siento la adrenalina y, al llegar, los saludo. Los admiro por crecer ante la hostilidad humanamente percibida. Y ahí están, ¡ahí están!
Mientras más nuevo y desconocido es lo encontrado, más caótico es el momento. Lo envuelve el éxtasis, maravilla, sobrecogimiento y la sensación de desdoblarse. ¿Cómo se ve esta escena desde afuera? Pareciera silenciosa, con el sonido del viento, el agua y la tierra de fondo. Actúo con cuidado, mientras dentro de mi cuerpo la adrenalina activa aún más mis sentidos. Se forma un vínculo, nos presentamos y pido permiso para acercarme. “¿Hay más como tú?”, le pregunto internamente al hongo, mirando alrededor buscando más.
En una rama y en otra más allá y en otra también. Los hongos que vine a buscar van apareciendo, es el Cyttaria hookeri o digüeñe mohoso, una especie que nunca había visto en persona. Al igual que los otros seis digüeñes que existen en Chile, este hongo es un biótrofo obligatorio que vive con los Nothofagus como el ñirre. Esté género de árboles es conocido como Gondwánico, lo que significa que existían hace más de 420 millones de años —antes de la deriva continental— cuando todavía existía el supercontinente Gondwana que luego dio lugar al hemisferio sur como lo conocemos hoy. Los árboles del género Nothofagus son un testimonio viviente de la conexión continental y actualmente se encuentran naturalmente en Chile, Argentina, Tasmania, Papua Nueva Guinea, Nueva Zelanda y Nueva Caledonia. Al migrar las masas de tierra, migraron los árboles y, con ellos, “sus” hongos como las Cyttaria. Esto hace que las Cyttaria también sean especies Gondwánicas que se encuentran solamente en estos lugares y son testimonio viviente de un pasado de conexión continental.
Mi compañero me hace la pregunta de rigor: “¿se come?”. Le contesto que sí, aunque años más adelante y durante los próximos encuentros me voy a dar cuenta de que a mi estómago no le gustan tanto.
Colecto algunas muestras para el fungario, sacando los pequeños hongos cuidadosamente, mientras asimilo que cada uno de ellos es un ecosistema que ofrece albergue y alimento a una variedad de insectos.
Para lograr encuentros como este no basta recorrer la Tierra y explorar algunos centímetros bajo el suelo o algunos metros sobre él. Se necesita hacer uso de todos los sentidos: escuchar profundamente, ver profundamente. Tocar. Oler. Sentir. Hay que estar dispuesta a descubrir algo que nunca te imaginaste, a re-encontrarse con quienes ya conocías o, incluso, a no encontrar nada. Se requiere atención, tiempo, paciencia, apertura.
Pero la interrogante sigue ahí: ¿Cuál es la razón que motiva estas expediciones?
Ante todo, el deseo de habitar ese espacio, de sentir el suelo y los hongos que pocas veces vemos, pero que siempre están ahí. La búsqueda interminable, las ganas de poder conocer y describir especies antes de que se extingan, porque al igual que las plantas y los animales, la diversidad de hongos se ve afectada negativamente por el aumento de temperaturas, sequía, uso de fungicidas, pérdida y fragmentación de hábitats y otras consecuencias de la forma en que los humanos habitamos el planeta. El anhelo de proteger a esos hongos que, sin que siquiera sepamos aún de su existencia, ya se encuentran amenazados.
Existe también la posibilidad de encontrar algo que nos ayude como humanidad, hongos que generosamente nos entreguen medicinas, que puedan ser usados como biomateriales, que nos ayuden como aliados frente a la crisis climática. También de redescubrir, develar y entender los usos ancestrales que le han dado a los hongos los Pueblos Indígenas alrededor del mundo, en una relación profunda y entrelazada con estos organismos.
Pero, por sobre todo, estar dentro del bosque y coincidir con seres casi intangibles, ausentes la mayoría del tiempo y a la vez siempre presentes.
Giuliana Furci
Giuliana es micóloga de campo, fundadora y directora ejecutiva de Fundación Fungi. Exploradora de National Geographic, Asociada de la Universidad de Harvard, Dama de la Orden de la Estrella de Italia, vicepresidenta del Comité de Conservación de Hongos de la UICN y autora de diversos títulos en materia de hongos como las Guías de Campo Hongos de Chile vol. 1 y 2.