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Cómo un trail runner encarna el legado Inca al correr por los caminos sagrados del Perú.
Todas las fotos por Diego del Río
En la cima del Valle Sagrado de los Incas, a una hora de la ciudad de Cusco, está Racchi Ayllu. Esta comunidad andina se ubica a 3660 msnm, envuelta entre nubes blancas y apartada de otros poblados cada vez más gentrificados. Ella guarda un legado ancestral que hasta el día de hoy cumple un rol fundamental para quienes aquí habitan: sus caminos.
Estas rutas milenarias, también conocidas como “Qhapaq Ñan” (Gran Camino Inca en quechua), fueron uno de los pilares de la civilización Inca, estableciendo una red de comunicación mucho más desarrollada que la de otras culturas precolombinas. Estos caminos fueron usados por una gran cantidad de personas que viajaban a pie, conectando las montañas de los Andes con la costa del Pacífico y acercando una vasta red de ecosistemas y de productos, como cientos de variedades de papas y pescado. A través de los caminos es que el Imperio Incaico podía mantenerse conectado y cohesionado, solidificando su identidad y poder en esa época.
Esa identidad aún vive en las culturas andinas a través de sus tradiciones y su espiritualidad. En la cosmovisión andina, los dioses y seres de adoración son terrenales y se pueden experimentar a través de los sentidos: el sol (Inti), la luna (Quilla) y las montañas sagradas, más conocidas como Apus. La palabra “Apu” en quechua quiere decir “señor” y espiritualmente representa seres protectores que velan por las personas, los animales e incluso los cultivos. La adoración de los Apus se convierte en un espectáculo al verlos mutar a lo largo de las estaciones, cambiando la percepción del tiempo, volviéndolo más cíclico. La veneración a lo terrenal te ancla en el presente, a diferencia de otras espiritualidades que se basan en el pasado. Es así que la vida en las montañas andinas se siente distinta.
Y es en el místico poblado de Racchi Ayllu, entre balcones naturales y Apus que vigilan el valle desde una altura prominente, que vive Saturnino Ayma Bravo, de 62 años. “El Chasqui”, como lo conocen sus vecinos y colegas, es un corredor que carga bajo su brazo una serie de medallas y récords. Saturnino porta habilidades ancestrales que le permiten recorrer caminos Inca como lo hacían sus antepasados, y correr es una práctica que le permite habitar estos espacios a través del movimiento y mantener vivo el legado de sus ancestros.
La palabra chasqui en quechua significa “el que da y recibe”. Se les llamaba chasquis, en la época de los Incas, a los mensajeros del Imperio que llevaban información clave a distintos poblados o ciudadelas. Estos corredores recorrían el Qhapac Ñan en tiempo récord. Los chasquis, literalmente, eran las redes sociales del Imperio Incaico, pero no cualquiera obtenía el título.
Dentro del Imperio, se llevaban a cabo actividades para seleccionar a las personas más aptas para cumplir un rol determinado: agricultor, ganadero, tejedoras y, por supuesto, chasquis. “Los chasquis eran personajes bastantes importantes en la época Inca.” cuenta Kenedy, hijo de Saturnino. “Se hacían la posta, ubicándose en puntos estratégicos más conocidos com tambos, y así los mensajes llegaban rápidamente a su destino”.
Para lograr ser mensajero oficial del imperio era necesario no solo estar en buen estado físico. También había que tener una memoria aguda que permitiera minimizar el ruido a la hora de entregar información, un buen sentido de ubicación y conocer la geografía. Cualquier persona que ha caminado los Andes sabe que respirar se vuelve difícil y que es necesario mantener un ritmo adecuado. Correr no es fácil y Saturnino lo sabe bien.
Él nunca pensó que podría vivir de correr. Su devoción por esta actividad comenzó a los 40 años, pero recorrer largas distancias en poco tiempo siempre fue parte de su día a día. Nacido y criado en Racchi Ayllu, cuando era niño el poblado no contaba con un centro educativo ni caminos asfaltados. Todas las mañanas, para llegar al colegio, Saturnino y sus amigos tenían que bajar corriendo 5 kilómetros por el Qhapac Ñan hasta la comunidad de Huayllabamba (2870 msnm), como suele ser la realidad de muchas culturas en los Andes. Recuerda que lo hacían en 10 minutos, el tiempo que ahora marcan los ciclistas de montaña en ese mismo recorrido. “Nos lavábamos la cara en el río, dejábamos nuestras ojotitas y entrábamos al salón. Quizás ahí comenzó mi historia de correr”, reflexiona hoy con la distancia de los años.
El tiempo fue pasando y las piernas de Saturnino se consolidaron como el motor de su quehacer. Viviendo en el campo, el entrenamiento diario siempre lo acompañó, aún si no era intencional. “Saturnino, baja al maizal”, 5K. “Saturnino, recoge el ganado”, otros 7K. Recorrer las rutas Incas siempre fue parte de su cotidianidad y paisaje, calando en él la sabiduría y técnica de sus antepasados. De mayor se casó, tuvo cuatro hijos y se dedicó a la chacra, como todo el resto de los comuneros de su localidad, hasta que un día una apuesta entre amigos cambió su suerte.
“Hay que correr, varios están corriendo”, le dijo un amigo en enero de 2001 animándolo a correr la maratón del aniversario de la comunidad. Saturnino, un poco mayor que el resto de los concursantes y sin haberse preparado previamente lo dudó al comienzo, pero finalmente aceptó y ganó la competencia. Esta experiencia y la conexión que sintió con el deporte, lo llenaron de vida. De ahí en adelante las oportunidades empezaron a aparecer: carrera en la comunidad Cruz Pata, 10K, primer lugar; Urubamba, con los fondistas más reconocidos de la región, segundo lugar; maratón de Pisac a Urubamba, suelo plano recorriendo el Valle Sagrado, quinto lugar. Su potencial brillaba cada vez más mientras se acercaba la carrera que cambió su vida y le hizo ganarse el apodo: La Maratón del Camino Inca de 2003
En ese entonces aún se practicaba esta carrera en la emblemática ruta andina y el desafío llamaba fuertemente a Saturnino. Se esperaba que el recorrido de 39 kilómetros —que normalmente se hace caminando en cuatro días y que alcanza los 4200 msnm— se corriera en menos de diez horas. Este sendero pasa por diversos pisos altitudinales, recorre múltiples ecosistemas e involucra importantes ascensos en un terreno de mucha altitud, lo que lo convierte en una de las maratones más difíciles del planeta. Aquí, rodeado de atletas profesionales de todas partes del país apareció él, calzando las ojotas que lo destacan entre tantas zapatillas de goma y con la confianza que le infundían siglos de experiencia sobre esas tierras heredada de sus ancestros.
La carrera comenzó luego de un pequeño desayuno en Corihuayrachina, en el distrito de Machu Picchu, donde se encuentra la sagrada ciudadela que le da nombre a la localidad. En el primer tramo Saturnino marcaba el quinto puesto. Sin dejar que esto lo desaliente, manteniendo siempre el ánimo y la mente enfocada siguió parejo hasta que comenzó la subida. Aquí, a los pies del Warmiwañusca (nombre en quechua para “mujer muerta”), el punto más alto del Camino Inca, la carrera dio un giro. “Comencé a descontar y a descontar participantes… y a la última cumbre solo llegamos cinco”. A Pacaymayo solo llegaron tres y a la mitad de la carrera tan solo quedaron dos participantes. Con solo un corredor por delante la victoria se veía próxima, pero todavía faltaba un tramo importante.
En la bajada hasta Wiñaywayna, imponente complejo arqueológico camino a Machu Picchu, Saturnino casi se rinde. Las piernas y el pecho le “samaqueban”, le faltaba el aire. Solo tenía con él hojas de coca, la planta sagrada de los Andes con la que también los chasquis ancestrales hacían frente al hambre, la sed y la pérdida de la concentración. Apenas podía reunir el coraje para seguir hacia la recta final. Pero perseveró y Saturnino Ayma, a sus 42 años, ganó la maratón con un impresionante tiempo de 4 horas y 26 minutos.
“La suerte me acompañó hasta romper la cinta”, explica emocionado.
“Haber ganado, como nunca en mi vida, es un orgullo para mí”.
A raíz de esta experiencia fue que Saturnino se ganó el apodo de “Chasqui”. Si bien no es un mensajero del imperio incaico, los chasquis modernos son corredores de alta montaña que siguen utilizando las rutas del Qhapac Ñan para movilizarse ya sea deportivamente o en su día a día. Al fin y al cabo, el legado más tangible de los Incas no es verbal, sino que se transmite también a través de la arquitectura e ingeniería que sigue en pie. Las terrazas de cultivo, los canales de irrigación, y claro, las redes de caminos que hasta el día de hoy se utilizan, son evidencia de una cultura viva que lleva consigo ese legado ancestral. Y transitar esos caminos forma parte de la misma herencia.
El Chasqui se convirtió en una leyenda del Camino Inca. Ganar la carrera lo llevó a trabajar como porteador de la ruta y cuenta con orgullo cómo los guías y turistas siempre se acercaban a él pidiéndole una foto, queriendo escuchar sobre el origen de los chasquis, de la boca de un chasqui actual.
Hoy en día Saturnino sigue corriendo para llegar a sus chacras. Cuidar de ellas y poder alimentar a su familia es lo que más lo ilusiona en esta etapa de su vida. Todos los días, cuando baja a ver su maizal, sigue recorriendo el Qhapac Ñan sin dejar de asombrarse con la ingeniería de estos caminos Inca; la curvatura de sus murallas, el empedrado de sus suelos y hasta las cuevas donde pernoctaban sus antepasados. “Las piedras merecen el mismo respeto que merece un padre”, expresa emocionado.
Los caminos son también símbolos de respeto y adoración. Convivir con ellos y utilizarlos activamente es revivir las historias y honrar los pasos que dejaron los incas antiguos marcados en sus suelos. No son ruinas para la contemplación sino más bien una especie de portal que trae el pasado al presente, anclándose en esta espiritualidad terrenal. Conservarlos es seguir rindiendo homenaje al trabajo físico que sus antepasados realizaron y es responsabilidad de esta generación que sigan existiendo para las siguientes. “Cuando recorro el Qhapac Ñan lo que siento es paz”, cuenta Saturnino.
Sin embargo, a pesar de los imponentes paisajes y la ingeniería ancestral, la realidad de Racchi Ayllu está por cambiar. Cerca de la comunidad se está construyendo el aeropuerto internacional de Chinchero, que conectará a millones de turistas directamente con el Valle Sagrado y su principal destino turístico, Machu Picchu. Coloridos cerros están siendo aplanados para la construcción, poniendo en riesgo el estilo de vida de este lugar que se ha mantenido fuerte y activo durante tanto tiempo.
La familia Ayma no es ajena a esta amenaza y se preocupa. Si bien la construcción de este aeropuerto genera puestos de trabajo ahora, ellos creen que a largo plazo la ilusión de prosperidad podría caer, dejándolos lejos del estilo de vida que ha sabido sostenerlos durante tanto tiempo.
Esto es en parte el motivo por el que trabajan tan duro en crear espacios para que las tradiciones se mantengan vivas. Cada 4 de enero, en el aniversario de la comunidad Racchi Ayllu, los hijos, sobrinos y la familia extendida de El Chasqui participan de la maratón tradicional que lo inició como corredor. Saturnino oficia de coach, unos consejos para la ruta, tips para no quedarse sin aliento, el recuerdo de que sus pasos van a ir siguiendo los de sus propios ancestros. Sabe que su rol es liderar con el ejemplo y transmitir la importancia de transitar estos senderos, un legado que viene desde los Incas, pasa por Saturnino y ahora reciben las nóveles generaciones de futuros corredores.
Lucía Flórez
Lucía Flórez es una realizadora audiovisual y documentalista con base en Cusco, Perú. Becada por Fulbright y exploradora de NatGeo, su trabajo ha sido presentado en festivales como Camden, DOCNY y Sioux City.