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Moona Whyte recuerda el desafío que significó surfear la ola de sus sueños.
Trataba de mantener los nervios a raya y la respiración controlada mientras remaba a través del canal. Una pieza de ajedrez hecha de plástico blanco pasó flotando junto a mí, era un peón. Lo tomé y lo guardé a un lado de la parte inferior de mi bikini. Puedo con esto.
Junto a mi compañera Keahi habíamos llegado a las islas Mentawai unas semanas antes. Fantaseaba con la idea de cumplir mis treinta dentro del tubo, aunque nunca manifesté esas intenciones en voz alta. En vez de eso, pasé los últimos diez días cayéndome una y otra vez en olas pequeñas pero verticales y pensando “¿Cómo podría surfear el tubo de mis sueños si ni siquiera logro pararme en olas de un metro?”.
Las islas Mentawai ofrecen un típico fondo tropical y reúnen algunas de las mejores y más traicioneras olas del mundo. Moona espera su turno. Foto: Kirvan Baldassari.
Pero ahora estaba de vuelta en el arrecife que habíamos surfeado durante las últimas dos semanas y el swell por el que habíamos extendido nuestro viaje por fin había llegado. Esperaba estar lista.
Remé a mi primera ola; apenas logré sortear la montaña de aguas blancas y me refugié en el pocket. Después tomé una quisquillosa con un drop bastante grande. Llegue a la base y pue a trabajar todos los músculos de mi cuerpo, hasta la punta de los dedos de mis pies. A duras penas conseguí pasar por debajo del labio, hacia el tubo. Esa noche, radiante de orgullo y muy agotada, me quité el bikini y observé como mi peón de la suerte caía sobre el suelo del baño.
Moona y Keahi de Aboitiz en su recorrido diario en scooter camino al arrecife. Foto: Colección de Moona Whyte.
El siguiente swell fue aún más grande. Algunos surfistas que conocí en el lugar asentían con la cabeza en señal de aprobación al enterarse de que soy de Hawái, como si eso explicase la razón por la que estaba allí. Claro que no había mencionado que solo surfeaba los rompientes más suaves de la isla, además de que podía contar con los dedos de una mano los pequeños tubos que había logrado dominar hasta entonces.
Estuve sentada durante horas aguardando mi turno mientras tomaba notas mentales de lo que debía esperar. Observé a unos surfistas girar tarde en dos olas superpuestas una encima de la otra; una formación totalmente impredecible hasta chocar con el arrecife interior, donde se convirtieron en una gran caverna. Algunos salían volando en dirección a la seguridad del canal. Otros nadaban a la superficie en la zona de impacto, respirando con rapidez antes de que la siguiente ola detonase en sus cabezas. Pero cada vez que veía entrar una para mí, alguien más nadaba hacia ella antes de que yo me decidiera. Por suerte, algunos de los chicos comenzaron a llamarme, invitándome a la acción, así que deposité toda mi confianza en su criterio. Corrí algunas, otras no. Sin embargo, el haberme armado de seguridad me recompensó con tubos mejores y más largos de lo que hubiese imaginado.
Para aquellos que se preguntan cómo luce una ola doble: Keahi se arma bajo las aguas blancas, antes de deslizarse hacia un verdadero desagüe. Foto: Kirvan Baldassari.
Eventualmente una ola grande entró hacia mí y yo estaba en posición. Quería tomarla, pero me aterraban las consecuencias. Se trataba de una sección del arrecife poco profunda e implacable, conocida como “la mesa del cirujano”. Sabía salir de ahí con grandes cortes en la espalda, hombros dislocados, tablas rotas y arañazos en la cara no era raro en días con olas incluso más pequeñas.
Escuché a Keahi gritar: “¡Hazlo!”, desde el interior. Era ese el impulso que necesitaba. Volteé mi tabla y remé. Mantuve mi línea mientras un grueso labio iluminado por la intensa luz del atardecer se desplegaba sobre mí, dejándome entrar al túnel. Casi me rendí cuando aquella niebla acuática comenzó a envolverme, salpicando con intensidad. Sin embargo, logré salir, agitando mis brazos en el aire, en señal de triunfo. Aún puedo hacerlo.
Moona Whyte
La embajadora de surf Moona Whyte creció en Hawái, por lo que siempre ha sentido una inmensa pasión por el océano y por la naturaleza. Cuando tenía catorce años, su padre instaló correas para los pies en una vieja tabla y le enseñó a hacer kitesurf. Desde entonces ha sido adicta a las olas, ganó cuatro títulos mundiales en kitesurf y, además, cuenta con una licenciatura en diseño gráfico.