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Cinco años después del huracán María, la tierra en la costa de Puerto Rico está siendo vendida para el desarrollo inmobiliario a un ritmo desenfrenado. Los puertorriqueños están tomando la lucha por la conservación en sus propias manos.
En el pueblo de Isabela, en la punta noroeste de Puerto Rico, hay un sinuoso malecón que se extiende por varios kilómetros de costa virgen. Al lado norte del camino se encuentra el océano que ostenta con orgullo olas de altísima calidad, algunas ocultas a simple vista tras amplias dunas de arena. Frente a uno de esos lugares solía haber un frondoso bosque de manglares. Hoy, cientos de manglares sin hojas yacen desprotegidos y enredados con su corteza de un tono gris sin vida. La escena pareciera la secuela de un incendio forestal, pero aquí sucedió lo contrario: después del huracán María, el antiguo paseo costero bloqueó el drenaje natural del bosque. Los manglares se ahogaron.
María tocó tierra en Puerto Rico en septiembre de 2017 con el altísimo poder de un huracán de categoría 4 y con vientos de 250 km/h. Los hogares promedio estuvieron casi 41 días sin servicio de telefonía móvil, 68 días sin agua y 84 días sin electricidad. Hay personas que no tuvieron electricidad durante casi un año. Después de la tormenta, el gobierno puertorriqueño dijo que solo habían muerto 64 personas. Posteriormente, un estudio de Harvard estimó que el número era más cercano a las 4.600, debido a la prolongada falta de atención médica, electricidad, alimentos y agua potable.
“Después de María, no había nadie que estuviera haciendo una limpieza”, me dijo Verónica Nieves (36), la coordinadora de proyectos para la organización ambiental Conservación Costera (CoCo), mientras catastrábamos los manglares destruidos con la cofundadora de CoCo, Bernice Baker (36) y el embajador de Surf de Patagonia Otto Flores durante marzo. Se refería a la ampliamente criticada falta de acción por parte del gobierno de Puerto Rico y los gobiernos federales (Puerto Rico es lo que se conoce como un Estado Libre Asociado de los Estados Unidos, que para muchos puertorriqueños es solo un eufemismo para “colonia”. Son ciudadanos estadounidenses, sin embargo, no votan por el presidente) tras la tormenta. Baker y su compañero, Héctor Varela, fundaron CoCo a modo de respuesta, para educar a la comunidad sobre cómo proteger y restaurar el entorno natural ellos mismos.
“María nos demostró que esto se trata de autogestión comunitaria”, dice Nieves.
Hoy en día, esa autogestión está en su apogeo. CoCo trabaja para restaurar el bosque de manglares. También están colocando letreros a lo largo del malecón para informar a los transeúntes sobre las playas, la vida silvestre que vive allí y cómo hacerse cargo de los recursos naturales. Los letreros llaman a esta área de 9 kilómetros cuadrados que recorre el sendero La Reserva Natural Comunitaria Mabodamaca.
A decir verdad, esta tierra no cuenta con una designación oficial como reserva por parte del gobierno. Llamarla así es una acción de resistencia, la que busca poner presión sobre el gobierno para protegerla. Baker y Nieves temen que sin una protección formal el área pronto caerá víctima del desarrollo inmobiliario.
Justo antes del huracán María, desarrolladores e inversionistas adinerados estaban comprando terrenos aceleradamente y asignándolos para infraestructura turística y viviendas de alto nivel, a menudo violando regulaciones de zonificación y protección ambiental con mínima fiscalización. Entonces llegó la tormenta y detuvo la mayoría de los proyectos. Pero ahora hay señales por todo el archipiélago de que el desarrollo inmobiliario se está acelerando nuevamente, amenazando espacios naturales como la Reserva Mabodamaca. Sin embargo, estos proyectos se enfrentan a un público enardecido que, abandonado después de María, tiene poca tolerancia con la degradación ambiental, la corrupción gubernamental y la influencia foránea.
“El huracán fue como un reinicio para toda la isla”, me dijo Flores, quien dedicó gran parte del año tras la tormenta a coordinar acciones de ayuda para acceso a agua limpia junto a Waves for Water. “Hubo un despertar por parte del pueblo, de las personas”.
Flores creció en San Juan, la capital de Puerto Rico. Cuando tenía 12 años, el surfista profesional Jorge Nido lo llevó al otro lado de la isla, a Wishing Well, una derecha de poca profundidad a unos 16 kilómetros de La Reserva. “Mar adentro había derechas de un perfecto color verde esmeralda que se extendían hasta donde me alcanzaba la vista”, recuerda Flores. “Fue impactante para mi ver que las olas con las que soñaba estaban a un viaje en carro de distancia”.
Durante casi todo el tiempo que Flores ha surfeado esas olas, muchas de ellas han estado a un permiso de distancia de ser destruidas por una construcción. Justo antes de María, Flores se unió a las protestas que se oponían a la edificación del Christopher Columbus Landing Resort, un enorme proyecto que se proponía levantar en un terreno frente a una serie de olas de clase mundial, incluida Wishing Well. El amplio valle cubierto de hierba donde se construiría el complejo es Playuela. Los lugareños van allí para acampar, montar a caballo y volar cometas. En el arrecife se puede encontrar frecuentemente tortugas verdes y carey, así como tres especies de coral que están en la lista de especies en peligro de extinción.
Kathy Hall, surfista y ambientalista con una maestría en oceanografía, ha luchado contra el proyecto Columbus desde que fue propuesto por primera vez en 1993. Junto a Flores la visitamos en su casa, en lo alto de una colina en Isabela. “Iba a ocupar cada centímetro de esa tierra”, nos dijo. Las primeras propuestas para el resort incluían un casino de casi 1.600 metros cuadrados, un lago artificial de 23.000 metros cuadrados, un hotel de 300 habitaciones, cientos de departamentos y un centro comercial. Hall nos explicó que los sedimentos de la construcción, los residuos de aceite de los automóviles, los productos químicos sobre el césped y los tanques sépticos potencialmente defectuosos son solo algunas de las formas en que el proyecto pondría en riesgo el medioambiente y la vida silvestre.
Hall nos mostró un álbum en el que guarda recortes de documentos judiciales y noticias de varias batallas que la comunidad ha librado anteriormente contra el resort. Muchos de los artículos citan a Flores. A medida que su plataforma creció a lo largo de los años, la usó para hablar en contra del proyecto en cualquier medio de comunicación que lo escuchara. Las páginas estaban cafesosas y arrugadas por el daño causado por el agua. El huracán María destruyó la casa de Hall y tuvo que reconstruirla.
A mediados de los años 90, el grupo ambientalista en el que Hall es cofundadora, La Liga Ecológica del Noroeste, ganó varias batallas contra los desarrolladores inmobiliarios, pero aun así la Junta de Calidad Ambiental aceptó el estudio de impacto ambiental del proyecto con solo algunos cambios menores. Cuando La Liga perdió un juicio definitivo Hall quedó devastada, pero los esfuerzos no fueron en vano. Los años de ruido por parte de la comunidad asustaron a los inversores y el proyecto se archivó.
Cerca de 2016, el propietario más reciente del terreno intentó iniciar la construcción basado en los permisos originales. La Liga Ecológica retomó su lucha en los tribunales, argumentando que un nuevo estudio de impacto ambiental es necesario. Hall dijo que la batalla podría llegar a la Corte Suprema de Puerto Rico. Le pregunté qué espera que se haga con la tierra. “Es tan icónico tener un lugar en la costa como ese”, dijo. “Me gusta tal como es”.
Gerardo Lebrón Laboy es un abogado que ha ayudado en disputas pasadas contra el resort. “La tormenta ralentizó el proyecto”, dijo, “pero cualquier día de estos podrían encender las máquinas”.
Queride Mad,
Lebrón Laboy no espera una decisión judicial para proteger la costa. Él, Flores y otros voceros están pidiendo que el pueblo de Aguadilla, donde se encuentra Playuela, apruebe una ordenanza que protegería legalmente las olas del pueblo, la primera ley de este tipo en Puerto Rico. La ordenanza establecería el “acceso efectivo y cómodo a la ola”, prohibiría “cualquier obstáculo que pudiera afectar que la ola rompa” y prohibiría cualquier actividad que pueda “dañar la topografía submarina”.
Si se aprueba la ordenanza, Flores espera que pueda servir como modelo para que otros municipios locales protejan sus propios spots de surf y, por lo tanto, las costas. La ordenanza no prohibiría nuevas construcciones, pero las restricciones serían lo suficientemente estrictas como para que ningún megahotel pudiera cumplirlas.
Sin embargo, los megahoteles no son el único peligro para las olas de Puerto Rico. Antes del huracán María, la deuda del gobierno puertorriqueño ascendía a 72 mil millones de dólares. La crisis llevó al gobierno a cortejar con grandilocuencia la inversión externa al ofrecer generosas exenciones tributarias para quienes se muden a Puerto Rico, principalmente desde los Estados Unidos. Estas exenciones, junto con el aumento del trabajo remoto durante la pandemia, han resultado en que una gran cantidad de no puertorriqueños se muden al archipiélago, lo que ha disparado los precios de los bienes raíces.
A unos 16 kilómetros al sur de Aguadilla, a lo largo de la costa oeste, se encuentra Rincón, el pueblo surfer más conocido de Puerto Rico y hogar de Tres Palmas, su afamada ola grande. Las aguas de Tres Palmas están protegidas como reserva marina y, de acuerdo a la ley puertorriqueña, todas las playas son públicas. Pero alrededor de ocho hectáreas de tierra, similares a una pradera frente a la costa, están en juego. Una adinerada familia puertorriqueña las tiene a la venta en lotes subdivididos, dos de los cuales ya cuentan con un contrato. Steve Tamar, vicepresidente del capítulo de Rincón de la fundación Surfrider, dijo que un gran proyecto de construcción provocaría una inevitable escorrentía de sedimentos. “La muerte del arrecife está prácticamente garantizada”
Algunos lugareños esperan que una ONG compre la tierra para su conservación y la coadministre con la comunidad. Pero se cree que los lotes cuestan alrededor de un millón de dólares cada uno, un precio inasequible para cualquier fideicomiso de tierras local.
Con pocas opciones para detener la venta, la comunidad está haciendo lo que puede para dar a conocer sus sentimientos. Una franja de tierra que atraviesa la propiedad es técnicamente de propiedad pública: el gobierno la compró para hacer una ciclovía que nunca se construyó. Los residentes contrataron topógrafos para ayudarlos a determinar con precisión la ubicación del sendero, el que han demarcado con una cerca bordeada de banderas puertorriqueñas. “La gente lo recuperó”, dice Tamar. Los lugareños ahora tienen una pasarela para acceder a la playa y han enviado un mensaje claro a cualquiera que esté pensando en construir una mansión frente al mar en ese lugar.
El Dr. Miguel Canals Silander, profesor de ciencia e ingeniería del océano en la Universidad de Puerto Rico, fue uno de los residentes que lideró el movimiento de la ciclovía. Se animó a hacerlo el año pasado, cuando la comunidad de Rincón logró impedir la construcción de una piscina frente al mar en un complejo de departamentos. La situación llegó a su punto más crítico con la circulación del video de una tortuga marina desorientada tratando de poner huevos en el sitio de construcción. Un alboroto generalizado detuvo el proyecto y, en febrero, un tribunal ordenó al condominio demoler la construcción en un plazo de 120 días (hasta julio el condominio aún no había retirado la construcción y, el 4 de ese mes, un grupo de manifestantes derribó partes de un muro con sus propias manos, lo que resultó en el arresto de uno de ellos).
“El éxito realmente empoderó a los puertorriqueños a lo largo de toda la isla para crear conciencia de que las playas son públicas y que se deben respetar las leyes ambientales y de zonificación”, dice Canals Silander. “Antes, la gente podría haber tenido miedo de luchar contra el proyecto equivocado, pero ahora todos están entusiasmados y saben que pueden ganar”.
Por supuesto, los puertorriqueños no están completamente alineados sobre lo que debería suceder con espacios como Tres Palmas y Playuela. Algunos esperan que más turismo e inversión externa saquen a Puerto Rico de la crisis económica. A otros les preocupa que toda la atención de los activistas en estas áreas solo atraiga más construcciones.
Cuando visitamos el manglar, les pregunté a Baker y Nieves cuánto desarrollo inmobiliario era demasiado. Depende de cómo se haga, dijeron. El turismo podría empoderar a la comunidad o podría desplazarla. El atardecer ya estaba bastante avanzado y el camino empezaba a llenarse de gente corriendo y familias en bicicleta.
“El progreso”, dijo Baker, “no tiene que llegar de la mano con el concreto”.
Gabriela Aoun
Gabriela Aoun es una escritora, editora, productora y surfista con base en Encinitas, California. Su trabajo busca inspirar a las personas a proteger y crecer en el mundo natural.