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Nado salvaje

Begoña Ugalde / / 17 min de lectura / Community

Nadando junto a una comunidad mujeres, una escritora encuentra en el mar conexión con su pasado y un espacio donde sanar las heridas del presente.

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Todas las fotos por Macarena Aspee

Es difícil construir un relato a partir de experiencias acuáticas, donde la memoria y la percepción funcionan distinto que en el medio terrestre. ¿Cómo ordenar las imágenes que se desencadenan de un lugar profundo e insondable como el océano? Para llevar a cabo este texto decidí una vez más anclarlo en lo biográfico. Concebirlo como escritura que se desprende de mi cuerpo. Un cuerpo, que como el de todas, se compone mayoritariamente de agua.

Antes de vivir en Valparaíso, desde donde escribo ahora, estuve un poco más de un año en Concón. Era 2021 y veníamos llegando a Chile con la que entonces era mi familia, después de varios años viviendo en Barcelona. Aterrizamos en plena pandemia y pronto nos dimos cuenta de que habíamos vuelto a un país muy distinto del que habíamos dejado. Además de que no podíamos interactuar con las personas que tanto echábamos de menos, las calles estaban llenas de policías y militares. Moverse era complicado. Para no enloquecer, salía a caminar casi a diario a la playa con mis hijos, siempre atenta a las fiscalizaciones y multas. A veces, desde la orilla, veía gente nadando en el mar con sus boyas naranja. En ese momento no sabía de Las Chungungas y sus sesiones de nado salvaje. Solo sentía por ellas una mezcla de admiración y envidia.

Extrañaba nadar en aguas abiertas. En Barcelona iba mucho a la playa. El agua era tibia y me encantaba meterme mar adentro. Casi no había animales ni algas. Las rocas eran de concreto. La playa, hecha con arena del Sahara para los Olimpiadas del 92, estaba siempre custodiaba por salvavidas. El Mediterráneo se sentía como una piscina gigante. El Océano Pacífico, en cambio, impone otro respeto. Entrar en sus aguas es siempre un desafío.

Fue gracias a Javiera Espinoza, activista del conocimiento y cuidado marino, creadora de proyectos como “Aula de Mar” y una de las fundadoras del colectivo de mujeres nadadoras Las Chungungas, que tomé la determinación de hacerlo por fin. Con Javi solemos compartir en otros círculos, y cada vez que nos encontrábamos le decía que quería acompañarla al agua. Pero cuando era momento de concretar siempre encontraba pretextos. Tan solo la idea de ponerme un traje apretado de neopreno era una barrera mental que no lograba superar. Hasta que este último 8M, almorzando después de la marcha, Javi me contó que ella también se había alejado un tiempo del mar, después de casi ahogarse arrastrada por las corrientes de una marejada. Estuvo meses sin animarse a volver a nadar. Pero paseando una tarde por la playa Amarilla de Concón se encontró con una manada de delfines. Lo interpretó como un llamado a agruparse y vencer sus temores. “Ver cetáceos es siempre una señal. Los pueblos originarios tomaban decisiones importantes cuando soñaban con ballenas. Respetaban su sacralidad”, dijo clavándome sus ojos celestes.

La temperatura, el ánimo, la conversación sobre la arena… son muchas variables las que influyen sobre el ritual de entrar al agua temprano por la mañana. Concón, región de Valparaíso, Chile.

Confieso que el primer día que entré al agua con Las Chungungas estaba nerviosa. Tenía pocas horas de sueño en el cuerpo. La noche anterior, participando de una lectura de poesía había fumado más de la cuenta y pasado frío en una azotea de Valparaíso. Fui todo el camino hacia Concón sintiéndome culpable. “Muy poco profesional de tu parte Begoña”, me regañaba bajo la mirada severa de mi entrenadora interna, juzgándome con decepción incluso antes de entrar al agua. Intentaba acallarla porque sé que no me hace bien hablarme así. Pero no es fácil hacerlo. Sobre todo cuando estoy cansada. Para abandonar esa voz dura que me habita he tenido que buscar su origen en mi propia historia.

Cuando niña fui nadadora de alto rendimiento. De los siete a los trece años entrené tres horas diarias de lunes a sábado, a veces también los domingos. Empecé a nadar porque sufría insomnio. “Exceso de energía mental”, dijo la psicóloga infantil. Recomendó deporte y, efectivamente, al principio la natación me ayudó a dormir mejor. Amaba la sensación de pasar horas sumergida, imaginando que era un pez. Descansar la mirada en los dibujos que hacían los focos de la piscina sobre el agua. Hundirme para mirar las burbujas que salían de mi boca. A veces traspasaba esas visiones a mi diario de vida. Creo que esos fueron mis primeros poemas.

Nadar se convirtió en un ritual cotidiano. También era un espacio de fuga. Y una fuente muy concreta de felicidad. Aunque al salir me diera frío y la piel se me resecara por el cloro, me ayudaba a evadir el tedio infinito del colegio. Además disfrutaba los camarines con las amigas. Ducharnos con agua muy caliente, prestarnos el shampoo y el bálsamo. Peinarnos frente al espejo jugando a que éramos Shakira y el secador nuestro micrófono. Contarnos todo, con esa complicidad que te da compartir una rutina.

Para la autora, la invitación zambullirse junto a Las Chungungas fue mucho más que una oportunidad para volver a nadar. La sonrisa lo dice todo, ¿no? Concón, región de Valparaíso, Chile.

Nuestra lógica de hermanas cambiaba cuando nos tocaba competir. El entrenador nos gritaba y gesticulaba sin parar desde la gradería para que fuéramos más rápido. El cansancio no estaba permitido. Retroceder en las marcas era motivo de enojo para él. Yo sufría al ponerme a prueba. Y con el tiempo me fui aburriendo de nunca ganar, a pesar de mi esfuerzo diario. Mi entrenador insistía en que yo podía más. Pero a mí no me importaba ser la más rápida ni la mejor. Como nadar se volvió cada vez más estresante empecé a faltar a los entrenamientos y competencias. A salir con otras amigas los fines de semana. Perdí de a poco la motivación y la masa muscular. Dejé de dormir bien. Me volqué a la lectura para conciliar el sueño. A la escritura de mi diario de vida. En mi fantasía adolescente ya no quería ser era una deportista de excelencia sino una poeta maldita. Reemplacé la natación por la literatura. O al menos eso me decía a mí misma para no sentirme tan culpable.

El agua acoge pero también desafía. Cada sesión de nado salvaje exige brazadas poderosas y afinados conocimientos sobre mareas y corrientes. Concón, región de Valparaíso, Chile.

Lo curioso es que fue justamente la escritura la que me llevó al agua de nuevo. Si no hubiera tenido la misión de escribir sobre Las Chungungas, no me habría animado a ir a la playa esa mañana fría de domingo, menos después de acostarme tarde ¿Qué hacía yo ahí? “No vas a poder seguirles el ritmo”, me repetía, mientras revolvía ansiosa en mi bolso las cosas que necesitaba para meterme al agua. Ahora entiendo que el llamado de Javi fue una invitación a superar mis propios miedos.

Al llegar a la playa empecé a calmarme. El día estaba muy luminoso. Lo tomé como un buen presagio. Llegué tímida, pero Javi me presentó a las demás nadadoras, que me sonrieron cálidamente de vuelta. Mientras se preparaban, poniéndose el traje, los lentes y tapones, saqué mi grabadora, les pedí permiso para registrar sus voces y que por favor me contaran quiénes eran.

Se sentaron en círculo, como siempre hacen antes de entrar al mar, y empezamos un diálogo colectivo. Lo primero que me llamó la atención fue la manera en que se escuchaban y miraban con complicidad. Aunque se hacían bromas, no se interrumpían cuando una tenía la palabra. Se sentía en el aire la fortaleza de su vínculo. Que las hermanan experiencias comunes.

Así me enteré que Las Chungungas se reúnen desde 2017 para entrar juntas a las profundas aguas de la costa central. Partieron siendo menos, pero hoy en día son un colectivo de diez mujeres. La mayoría son madres de hijas e hijos pequeños, adolescentes, o en vías de serlo. Algunos con cuadros de autismo, con necesidades especiales, que demandan una entrega de energía constante. Varias vienen de otras ciudades, donde dejaron familias numerosas que servían como redes de apoyo. Por eso se definen como hermanas marinas. Una manada acuática donde encuentran la calidez y contención que les hacía falta.

Las boyas naranja pintan la superficie al ritmo del nado. Concón, región de Valparaíso, Chile.

Para todas, la iniciación al nado en aguas abiertas fue el bautismo a una nueva vida. “El mar nos ha permitido reencontrarnos, resetearnos, regenerarnos”, dice Maca. Les ha devuelto la identidad, la sensación de ser plenamente ellas, más allá de los roles que tienen en tierra. Por lo mismo, saben que es importante expandir esta práctica, hacerla accesible para todas y todos. Están conscientes también de que explorar y enamorarse de un territorio es una forma de defenderlo. Por eso ofrecen a la comunidad un curso de confianza marina. Con el que han abierto a muchas personas este inmenso portal que es el mar, lo que las llena de orgullo.

Cuando les pregunto cómo surgió el nombre del grupo me cuentan que después de nadar suelen quedarse conversando, flotando con sus boyas. Frecuentemente se encontraban con chungungos o “gatitos de mar” que hacían lo mismo que ellas. Algunas veces otros grupos de hombres las quedaban mirando, les gritaban cosas, se burlaban de su fascinación. Entonces sintieron la necesidad de identificarse como colectivo. Después de sobrevivir a la pandemia juntas comprendieron lo importante que era nombrarse como tal. Así es como en 2022 surgen oficialmente Las Chungungas.

Al comienzo trataron de surfear, entrar al agua con SUP o canoas. Pero finalmente descubrieron que se sienten más cómodas en lo profundo sólo con lo esencial. “Chungunguear”, me aclaran, es un verbo. Consiste en detenerse a observar la vida marina. Tomarse el tiempo para la contemplación. Admirar la belleza que se esconde bajo la superficie. Porque siempre aparece alguna sorpresa. A veces es la emoción fuerte de nadar con mantarrayas o tiburones. De encontrarse de frente con cetáceos y bandadas de aves migratorias. Pero también es quedarse largo rato observando esponjas moradas, erizos, estrellas y soles. Si nadar es como una meditación consciente, en movimiento, el buceo, aunque sea solo con máscara y snorkel, es profundizar ese viaje. “Chungunguear” te lleva a otros estados de conciencia. Las Chungungas atesoran cada experiencia dentro de este espacio que conciben como un gran ser que las acoge y las desafía. Un lugar seguro que cuidan y las cuida. Un refugio expansivo. Un saco amniótico al que pueden volver cada vez que lo necesiten para hacer un paréntesis.

Intentan juntarse al menos una vez por semana. Cuando una falta se siente su ausencia. Pero no siempre es fácil darse el tiempo. Se motivan unas a otras cuando el día está nublado o la semana ha estado especialmente pesada. También es común que se pasen a buscar, que se ayuden con las coordinaciones y logísticas cotidianas, para brindarse ese momento de bienestar colectivo. “Es como una droga natural que te permite ver la belleza impresionante de toda la vida que alberga el océano”, me dice María Ignacia, una de las primeras del grupo. Alejandra, que es de las pocas chungungas que vive en la costa desde niña, me cuenta también que “cuando eres de Viña, dejas de mirar el mar. Pero cuando te empiezas a meter al agua, vuelves a sentir realmente su presencia”.

Pocas cosas son más simbólicas que un círculo y más esenciales que lo que sucede en su interior. Concón, región de Valparaíso, Chile.

En cada zambullida se recargan de energía, renuevan sus ganas de seguir adelante. Y es que adentro del mar, los problemas humanos quedan fuera. Ante la inmensidad del océano las preocupaciones se suspenden. Porque se entra en otra dimensión. Estar juntas en el agua “es conectarse con un origen primitivo, animal”, me dice Catalina. Al llegar a la casa, googlean los seres que encuentran. Los estudian para conocer más sobre el medio acuático que las obsesiona. Muchos de ellos son especies que se encuentran amenazadas o en peligro de extinción por culpa de la contaminación de la refinería Aconcagua y la pesca de arrastre. De esa manera, han ido habitando y amando el territorio donde viven, vinculándose con sus heridas mientras el mar sana las de ellas. Porque estamos, me recuerdan, en “zona de sacrificio”.

La ruta a seguir se define antes de meterse al agua considerando la visibilidad, las mareas, el clima y la energía grupal. Hay jornadas mejores y peores. Tienen que estar atentas a las corrientes y el camino que marca el chapoteo de las demás. Saben que se trata de un proceso, una relación con el océano. Pero lo cierto es que nadar las ha ayudado a enfrentar duelos, pérdidas importantes. Ignacia me cuenta, por ejemplo, que al entrar al agua conectó con su abuela que había fallecido. Dice que pudo sentirla nadando a su lado. Muchas reconocen también sentir a menudo a sus ancestras acompañándolas en el nado al pedir su protección. Así es como han superado juntas en el mar calambres, crisis de pánico, ataques de asma, sin dejar nunca de cuidarse.

Paradójicamente, estar en el agua les ha dado más conexión con la tierra. Estrechar su vínculo con “la mar” les ha permitido tener los pies más enraizados, anclados en el presente. En ese espacio han encontrado la calma necesaria para prepararse para conversaciones difíciles y la fuerza para dejar de lado lo que está sobrando en sus vidas y no las deja seguir avanzando. Así han podido enfrentar miedos que desde afuera parecen invencibles. Porque el agua les ha enseñado que cuando te paralizas, te enfrías. Y luego cuesta mucho más retomar el ritmo, recuperar el calor interno.

“Chungunguear es un verbo”, no cabe duda. Y ser feliz en el agua es parte fundamental de su significado. Concón, región de Valparaíso, Chile.

Mientras siguen turnándose la palabra, el sonido de las olas, que no se detiene, marca una cadencia que queda registrada en mi grabación. Sus voces hacen disminuir mis nervios. “Somos muy distintas, tenemos diferentes vidas, formas de pensar, pero el agua disuelve todas nuestras diferencias, somos afortunadas de tenernos”, dice Vanesa. Yo también me siento agradecida de estar ahí con ellas. Entonces les cuento lo difícil que había sido para mí dejar Concón. Buscar un espacio propio donde establecerme con mis hijos y empezar de nuevo, luego de llevar más de un año en Chile sin hogar fijo. Las Chungungas me miran comprensivas. Acogen mis palabras, mi silencio, mi vulnerabilidad. Por suerte, justo cuando me está empezando a bajar la pena, una ola llega hasta nosotras y nos moja. Tras una carcajada grupal decidimos lanzarnos por fin al nado.

Con el agua fría, el cansancio de la noche anterior se esfuma de golpe. Al principio me siento desorientada por la inmensidad del océano. Un poco abrumada con la sensación de bracear en un espacio sin límites. Y cuando tomo conciencia de estar participando de un hábitat tan antiguo, acaso el primero de todos, me llegan oleadas de imágenes. Me veo buceando caracoles con mi hermano en la playa chica de Papudo. Capeando olas con mis amigas sobre un neumático negro. Braceando con todas mis fuerzas para terminar una carrera que no ganaría.

Una vez pasadas las primeras rocas de la playa Negra logro dejar atrás mis inseguridades, confiando en que todo lo que nadé de niña me enseñó a ganarle a cualquier cansancio. Porque estar en el mar abierto exige estar muy alerta, muy despierta, muy en el cuerpo. Respirar profundo, controlando el vértigo de mantenerse a flote. Tener el corazón acelerado, pero a buen ritmo. De pronto, tras meses de trabajo estresante como profesora, de criar sola, sosteniendo un rutina pesada, me siento de nuevo muy viva. Hermosamente viva. No hay adelante, ni atrás. Sólo una masa de agua rodeándome. El verde oscuro y el azul del cielo saturan mi campo visual. Y me inunda una sensación de plenitud que sólo es posible porque en todo momento me siento cuidada por las chungungas. Protegida gracias a sus miradas, a sus preguntas: ¿Cómo vas? ¿Estás cansada? ¿Todo bien? “Sí”, les respondo una y otra vez. Después del primer impacto lo estoy pasando cada vez mejor. Nos veo en el mar como seres mitológicos y pienso en “la Odisea”, cuando Circe le advierte a Odiseo sobre las sirenas que “hechizan con sus cantos a los viajeros, y luego se los comen”. Pero nosotras no deseamos atrapar ni alimentarnos de nadie. Somos solo mujeres nadando salvajemente en el océano Pacifico. No necesitamos absolutamente nada más.

Bracea, respira, conecta, repite. Concón, región de Valparaíso, Chile.

Es jueves. Ha pasado una semana desde esa primera experiencia y voy camino a una nueva jornada de nado salvaje. Esta vez entraremos al mar por la Playa Las Conchitas. Desde Caleta Higuerillas el litoral se muestra en todo su esplendor. El sol ya está brillando con fuerza. La luna llena todavía no se borra entre los cerros. Se percibe tenue sobre la cumbre del Mauco. Al fondo se ven las dunas de Ritoque. Me parece increíble encontrarme con esta postal paradisiaca tan cerca de la ciudad. Una belleza que me abraza y al mismo tiempo me golpea. Es que, tal como dijo mi psicóloga, los duelos no se viven linealmente.

Cerca de la baranda del recién inaugurado paseo costero, algunas Chungungas ríen mientras le sacan fotos a un inmenso lobo marino que toma sol en la orilla. Paula los ha estudiado y me explica que siempre andan en familia. Que el macho se ve amistoso, pero si te acercas mucho a la cría o a la hembra seguro “se pone choro y te ataca”. Siento de nuevo una puntada de tristeza. En mi proceso regresivo me siento desprotegida, abandonada, sin un hombre que me defienda. Es patético, lo sé. Es poco feminista de mi parte reconocerlo, también lo sé. Pero algo que he ido aprendiendo en este camino, y hablando con estas nuevas amigas, es a permitirme el sentir. Sin juzgarme. Sin identificarme mucho tampoco.

Mientras las saludo a todas y me pongo el traje, tomo conciencia de que aunque ahora viva más lejos, me atrevo a conectar con esta aguas, a nadar en lo profundo. “A veces hay que distanciarse de las cosas para valorarlas”, pienso. Después tengo la sensación de caer en todos los clichés de la autoayuda. Me burlo internamente de mí misma por ser tan cursi. Solo salgo de este diálogo pantanoso cuando se me acerca Ina para ofrecerme un gorrito de agua porque asegura que hoy el mar estará más helado. “Vas a estar protegida con esto”, me dice sonriéndome con ternura.

Hoy también hay más oleaje, más gente alrededor, y el agua está menos clara que la última vez. Las Chungungas entran rápido al mar. Me esfuerzo por ir a su ritmo y lo consigo, pero la goma de mi antiguo lente de natación sede y me entra agua por un ojo. Nado un poco a ciegas. Varias de las chicas en el trayecto me ofrecen los suyos. Me conmueve su generosidad, pero no acepto sus ofrecimientos aunque es difícil nadar así, con la mitad de la visión. Pienso en nuestra historia reciente y en que para muchos el mar todavía es una tumba silenciosa. Siento pena y a la vez gratitud por estar sana, en ese medio acuático que aún esconde tanto.

Cuando llego al punto donde están reunidas las Chungungas, un cúmulo de rocas que ellas llaman “la plaza de las estrellas”, me detengo a ver algunos erizos. Constato una mueca de dolor instalada en mi rostro. Me pongo de espaldas, para recibir el sol en la cara y recuperar la movilidad facial. El mar me sostiene. Siento que me susurra: todo va a estar bien. Solo entrégame el peso. Y eso hago. Descanso, en ese lugar que si no estuviera con Las Chungungas podría resultar amenazante.

Durante el nado siempre hay espacio para reconocer y agradecer a las especies que dan forma al ecosistema del litoral central y regalan eclécticas composiciones bajo la superficie y sobre ella. Concón, región de Valparaíso, Chile.

Recargada de energía me reincorporo y contemplo un rato la costa desde donde estoy. Las casas de veraneo entre los cerros verdes saturados de suculentas. Las nubes muy blancas, enormes. Las gaviotas planeando sobre nosotras. Colmada de belleza vuelvo nadando pecho, mi estilo favorito cuando era niña. María se saca los lentes también, empáticamente. Es como si hubiera notado mi cansancio. Anoche no fui a ninguna lectura de poesía, pero me acosté tarde corrigiendo controles de lectura. Dejamos que las demás nos adelanten para conversar con calma. Avanzamos pataleando lento, aferradas a nuestras boyas. Me habla de una relación que dejó porque coartaba sus proyectos personales. Que a ratos le pesa estar sola, pero que valora el momento en el que está. Porque de a poco se va sintiendo más bonita y dueña de sí misma. Al escucharla siento como si un nudo ciego dentro de mi garganta se desatara. El oxígeno empieza a entrar con fuerza a mis pulmones y lloro de emoción. Miro a María un poco avergonzada y me veo reflejada en su mirada luminosa. Le agradezco su apertura. Nos abrazamos en el agua.

Cuando llego a la orilla estoy tan relajada que una ola me revuelca un poco. Salgo del mar con una corona de algas, sintiéndome la reina de la bahía. Esta vez la mayoría de las Chungungas se va rápido. Tienen que seguir con sus rutinas. Pienso en lo dinámica que es la playa, “una imagen desaparece y luego viene otra. Las olas se lo llevan todo”. Me tiendo sobre la arena para descansar y disfruto, como hace mucho tiempo no hacía, del sonido pausado de las olas y del sol en mi piel.

De regreso en la orilla, un abrazo sella el vínculo que se genera en el nado. Concón, región de Valparaíso, Chile.

El invierno ya casi está aquí. Hoy es mi última sesión junto a Las Chungungas. Había estado nublado y lluvioso toda la semana, pero hoy de nuevo está despejado. Como todavía la playa está cubierta de sombra nos cuesta sacarnos los abrigos para ponernos los trajes de agua. Por suerte varias llevamos termos con café o tecitos que compartimos aunque no nos conozcamos. Esta vez somos muchas más. Las Chungungas convocaron a otras redes de mujeres, porque ellas no son las únicas que practican el nado salvaje en el litoral central.

Después de un rato, cuando todas estamos listas, hacemos el círculo y se abre la palabra. La mayoría solo atinamos a tiritar, pero sacan la voz las mayores. Una mujer de rulos naranjos cuenta que se mete hace treinta años al mar. Que es su terapia, su lugar favorito. Es de las primeras y le agradecemos por abrir camino en las aguas. Después, otra mujer morena y de canas brillantes dice que según la cosmovisión Maya, ese era el día de la estrella y el 2024 el año de las sincronías. Pensé en Clarice Lispector, en su novela que se llama parecido, llena de frases hermosas: “hoy es el primer día de mi vida: nací”. También pensé en la cantidad de coincidencias que me estaban sucediendo últimamente. En que solo me toca confiar en los bellos presagios.

Después de un grito colectivo entramos juntas al agua. Algunas aúllan por el frío. Somos de nuevo manada marina. Nadando nos acompañamos y a la vez vamos todas en nuestros viajes introspectivos, mientras los cormoranes vuelan entre las rocas buscando su desayuno. Me quedo pegada viendo a los gaviotines monja que aletean también tan cerca de la superficie, sin reparar en nosotras. Me emociona sentir que nos mimetizamos con el resto de los animales y sus rutinas.

Además de Las Chungungas, existen otras agrupaciones de mujeres que practican el nado salvaje y con las que dan forma a una red que se expande sobre el litoral central. Concón, región de Valparaíso, Chile.

A pesar de ser mi tercera zambullida ya siento mi cuerpo más fuerte, más seguro. Noto también que algo se suelta en mí. Un peso va quedando atrás. El océano me ha mostrado varios límites internos. Comprendo que así como te entrega una inmensa vitalidad, te pide que sueltes lo que ya no te sirve para llevárselo. Entonces le ofrendo al agua mis historias antiguas. La perspectiva con que solía narrarlas. Ya no quiero ser la escritora que intelectualiza su experiencia fumando desde su escritorio. Sino simplemente una persona que escribe sobre el agua. Para que sus textos estén llenos de plancton, de sal, de arena, de algas. De vida en movimiento.

*Aclaración: algunos nombres en este relato fueron cambiados para proteger la identidad de sus participantes.

Perfil del Autor

Begoña Ugalde

Autora de numerosas obras teatrales estrenadas en Chile y España. Publicó los poemarios El cielo de los animales La virgen de las Antenas, Lunares, Poemas sobre mi normalidad, La Fiesta Vacía, Zahorí y los conjunto de cuentos Es lo que hay y Economía de Guerra.