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Una vida llena de grandiosas escaladas con buenos amigos.
El pionero y figura de gran influencia en la escalada, Allen Steck, falleció la semana pasada a la edad de 96 años. Steck era conocido por las rutas que abrió en el valle de Yosemite, California, pero también por su primeros ascensos en todo el mundo, incluyendo la del cerro Hummingbird Ridge en el monte Logan (Canadá), ruta que aún no cuenta con repeticiones.
Además, Steck, fue cofundador y editor de la revista Ascent y la guía Fifty Classic Climbs of North America, en colaboración con Steve Roper. Más tarde fundó la tienda de equipamiento para actividades al aire libre Mountain Travel, una de las primeras en su clase en los Estados Unidos.
Era una persona generosa, a la que también se le distinguía por su buen humor. Sus amigos recuerdan con mucho cariño su compañía; comparten anécdotas que involucran música y bailes griegos, cenas y, por supuesto, escaladas juntos. Cuando se le preguntó qué consejo podía darles a las próximas generaciones en su visita a los archivos de Patagonia (2017), respondió: “para cualquier cosa que decidas hacer, estudia y aprende al respecto. Aprende todo lo que puedas en relación con eso”.
Este extracto del libro Camp 4, escrito por Steve Roper en el año 2013 y compartido bajo su autorización, captura algunos de los logros de Steck y lo retrata como un joven en su elemento.
Steck estaba acostumbrado a la escalada de alta complejidad. Al igual que muchos otros jóvenes en aquella época, inicio su carrera en la Sierra Nevada, recorriendo senderos y escalando cumbres rocosas. Luego estuvo una temporada en la marina, periodo en el cual recorrió el Pacífico Sur en un buque destructor de escolta durante los últimos meses de la guerra. Tras ser dado de baja asistió a la Universidad de California en Berkeley y trabajó como guardia forestal en el valle de Yosemite en 1948. Pasó el verano subsiguiente recorriendo los Alpes en su bicicleta y escalando todo aquello donde se posaran sus ojos. Se convirtió en el primer estadounidense en escalar una de las “Seis grandes caras norte de los Alpes” cuando junto a Karl Lugmayer ascendieron la Cima Grande, en las Dolomitas.
Steck no tenía una trayectoria tan destacada en los Estados Unidos. Para finales de 1949 había realizado muchas de las rutas tradicionales en el valle de Yosemite y abierto una nueva ruta en Higher Spire, eso era todo. Sin embargo, 1950 estaba destinado a ser su año: en mayo, a sus 24 años, sabía que había llegado su momento tras realizar la primera ascensión al impresionante pico de Castle Rock Spire en el Secuoia National Park. Él sabía que escalar solamente con sus amigos de la universidad no lo llevaría a ser exitoso; escaladores como Wilson y Bettler, activos y excelentes compañeros de montaña, no estaban al mismo nivel que Steck cuando se trataba de esta disciplina, pues su temporada en los Alpes le había conferido una inmensa ventaja.
Sin embargo, las amistades son importantes, así que formó cordada con el primero de ellos para tratar de escalar Sentinel en junio. Ambos estaban en buena forma física ya que habían entrenado en las colinas de Berkeley como “miembros fundadores del club de escalada ‘Berkeley tensión Climbers’ Running Club’”. Se prepararon para darlo todo en el ascenso, pero tuvieron que desistir de sus planes tan solo comenzando, luego de que una roca se desprendió y cortó una de sus cuerdas (el 23 de octubre de 1949 se generó un enorme desprendimiento de rocas justo por encima y a la derecha de Flying Butress; el material rocoso cayó sobre el tercer largo de la ruta, por lo que las cornisas y salientes quedaron repletas de restos de granito blanqueado a punto de caer.
¿Dónde estaba John Salathé en esa época? A pesar de que este había explorado la pared norte del Sentinel junto a Nelson en 1948, no se mostró interesado en ella después de eso, sin importar que “los ángeles” le habían guiado hacia ella. Tal vez le insistieron a finales de junio de 1950, pues aceptó volver cuando Steck se lo propuso. A pesar de que jamás habían escalado juntos salvo por algunos pegues en las rocas de Berkeley, sentía gran respeto hacia sus habilidades. La ruta de Arrow Chimney ya era de por sí legendaria. La mayoría de los miembros de la RCS se habían ido a la cordillera de la Sierra Nevada para el fin de semana del 4 de julio y Steck se estaba impacientando. Alguien iba que escalarla pronto, así que, ¿por qué no él?
Steck y Salathé condujeron hasta el valle de Yosemite en el viejo Ford T del herrero el jueves 29 de junio, comenzaron la ascensión el viernes en la mañana y alcanzaron la cima del Flying Buttress al final del sábado. Por delante los esperaba un territorio desconocido: la pared principal. Salathé dedicó más de diez horas de trabajo a este largo, en donde colocó seis chapas y muchos pitones. Finalmente, los dos pudieron pasar a través de una zona de adherencia y llegar a la chimenea —la Great Chimney—, que era la puerta de acceso hacia la cumbre. Sin embargo, esta siniestra fisura era tremendamente acampanada en su parte más baja y estrecha hasta el punto de la claustrofobia en la más alta. No iba a ser fácil.
Al mismo tiempo tuvieron que lidiar con un enemigo mucho más persistente: el calor. Más tarde el Valle se haría famoso en el mundo de los escaladores por sus veranos sofocantes, pero para 1950 nadie hablaba aún de este fenómeno. El calor casi nunca era un problema en un día de escalada; se sufría un rato y luego volvías al Camp 4 para tomar una cerveza. Sin embargo, en una ruta que tomara varios días el calor podía llegar a ser muy irritante, como lo demostró la escalada de Sentinel. La fatiga y los calambres aparecían a menudo, ya que no se podía transportar la cantidad suficiente de agua para mantenerse hidratado en medio de tanto sudor. Un litro de agua al día por persona se consideraba una cantidad adecuada hasta ese momento, especialmente en días frescos de escaladas cortas. Sin embargo, la temperatura alcanzó los 40,5 °C ese fin de semana y para el tercer día la cordada apenas había completado la mitad del recorrido.
La pared se convirtió en un horno, y como las típicas brisas de la tarde características del valle nunca llegaron, era un horno sin ventilación. Como si las circunstancias no fuesen ya bastante malas, Steck podía mirar a los veraneantes disfrutando del agua en el rio Merced, casi 800 metros más abajo. Más tarde escribió: “si solo la gente allá abajo dejase de chapotear en el agua”. Salathé, ya con 55 años, permanecía estoico, pero su compañero sabía que él también estaba pasando un mal rato. “Mientras John estaba ahí parado sobre sus estribos y su martillo en posición sobre el buril, me miró y dijo: ‘¡Al, me gustaría tanto tomar tan solo un poco de jugo de naranja!’”.
Los dos escaladores eran cuidadosos al racionar sus suministros de agua, pero esto hacía que la comida no les resultase apetecible; Steck estimaba que, “haciendo un cálculo”, cada uno ingirió alrededor de 220 gramos de alimento durante toda la ascensión. Salathé había llevado consigo una lata grande llena de dátiles, su alimento favorito, sin embargo, él mismo la arrojó medio llena al fondo de la Great Chimney, donde los visitantes posteriores pudieron el metal oxidándose en el interior del oscuro laberinto por décadas.
El lunes en la mañana, al comienzo del cuarto día, Steck se dio cuenta de que podían evitar la acampanada zona en el inferior de la chimenea a través de un túnel hacia el interior del Sentinel para luego escurrirse hacia la zona superior a lo largo de 30 metros esto representaba una lucha oscura y solitaria (muy pocos han elegido esta ruta, pues la zona exterior, por más difícil y expuesta que pareciera, resultaba mucho mejor que el recorrido interior). Salathé punteó el siguiente largo y eligió una ruta que pocos han repetido: una conveniente chimenea de oposición por la cual se podía ascender desde una piedra saliente. Esta chimenea terminaba tres metros más arriba, pero, casi al final, en la parte posterior, se estrechaba de forma abrupta, concluyendo en un agujero tan oscuro y reducido como la chimenea de una casa, que se extendía hasta perderse de vista. Salathé, quien tenía preparación como socorrista, naturalmente quería evitar a toda costa este aterrador obstáculo, al que luego le asignaron el nombre de El Estrecho (The Narrows), por lo que buscó la manera de avanzar hacia los lados para llegar a la cara lateral de la apertura. Las chimeneas, después de todo, siempre tienen bordes exteriores y en este caso se encontraban a tres metros de distancia. La chimenea se ensanchó inmediatamente y Salathé comenzó a colocar pitones bajo el techo y a pisar sobre cintas. Steck miró la hazaña con gran impresión desde la piedra en la que se encontraba asegurado. “Utilizando pitones en las que solo él podía confiar, colgando de forma casi horizontal, apenas pudo alcanzar el exterior de la chimenea. Pero la clave de todo fue la fisura que encontró para los pitones. ¡Logramos superar El Estrecho!”.
Ya habían logrado dominar las mayores dificultades, pues las secciones superiores alternaban entre chimeneas más sencillas y grandes terrazas. Ahora, solo el calor podía derrotarlos. En cierto punto, Steck detectó “una pequeña gota de agua” emergiendo de una fisura musgosa. Más tarde escribió al respecto: “fue apenas suficiente para humedecerme los labios y la boca, pero aun así fue una sensación maravillosa”. Mientras se acercaban a la cima, ambos escaladores tenían la boca tan seca que a duras penas podían hablar. Para el amanecer del quinto día, Steck trató de no mirar cuando Salathé colocó su dentadura postiza en una taza del Sierra Club, utilizando lo que le quedaba de agua para humedecerla y colocársela nuevamente. Eso fue en el mismo vivac en el que Steck, quien estaba muy agotado, no estuvo muy contento de oír cuando Salathé le dijo: “Allen, tú deberías escalar la Arrow Chimney; ¡eso sí que es escalar de verdad”. El 4 de julio, a mediodía, alcanzaron por fin la cima y emprendieron asimismo el fácil trayecto de descenso hacia un arroyo que había más abajo, al que Steck se lanzó completamente vestido.
En su artículo titulado Ordeal by Piton, un sobresaliente texto publicado en el Sierra Club Bulletin, Steck se preguntó: “¿cuál es la razón, el incentivo, el motivo para todo esto?”, a lo que él mismo respondió: “es un concepto intangible y provocativo que dejaré que el mismo lector explique”. No fue el primer escalador, ni mucho menos el último, en evadir el tratar de esclarecer la lógica de este peculiar deporte que es la escalada en roca. El artículo, si bien fue excelente, contuvo una frase que su autor ahora desearía no haber escrito jamás: “… mi segundo ascenso debería ser mejor, si es que decido hacerlo”. Irónicamente, repitió esta ruta en otras cuatro ocasiones a lo largo de los siguientes cuarenta y cuatro años.
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