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A nuestros cerebros les gusta hacerlo.
Todas las ilustraciones por Naíma Almeida.
Comprar nuestra primera casa fue una lección de lo que llamamos consumo reflexivo. Los sitios en los que pagábamos alquiler solían estar llenos de muebles poco memorables que no servían de mucho cuando nuestros periodos ahí finalizaban. Ahora que mi esposo y yo teníamos el privilegio de contar con nuestro propio espacio, queríamos ocuparlo con cosas que pudiesen envejecer con nosotros. Eso no significaba que podíamos comprar lo que quisiéramos, pues la cuota inicial y las décadas de hipoteca que teníamos por delante constituían una barrera contundente, pero esta vez deseábamos que lo que trajésemos a casa realmente contara.
Tuvimos éxito en casi todo; conseguimos una mesa de la década de 1940 en un evento de intercambios, alfombras de segunda mano de la familia y también algunas piezas nuevas hechas a partir de trabajo artesanal. Por otro lado, nuestro sofá era un fracaso; demasiado pequeño para el espacio y tan apretado que dos personas más un perro grande no podíamos sentarnos con comodidad. Cuando por fin decidimos ahorrar para cambiarlo, investigamos al respecto, probamos docenas de opciones e imitamos nuestras supinas posiciones de noches de películas ahí mismo, en las tiendas. Queríamos que el nuevo resistiera por mucho tiempo, por lo que nuestra pregunta más seria que le hicimos a la vendedora fue: “¿Cuánto tiempo durará?”
“Lo más probable es que se cansen del sofá antes de que se les dañe”, respondió.
No quería admitir que podría estar en lo cierto. La verdad es que estaba ignorando el hecho de que otra de las razones por las que quería un sofá nuevo era porque ya me había aburrido del anterior. Había tratado de enmascararlo con motivos más prácticos, pero sí, una parte de mí deseaba algo nuevo y brillante.
Resulta que ese deseo no era solamente emocional, sino también neurológico. Nuestros cerebros están atentos a la novedad, ya sea que hablemos de muebles, ropa, comida o un renovado perfil en redes sociales. Lo nuevo nos proporciona un pequeño pero real impulso neurológico: un ligero pulso de dopamina, el neurotransmisor del bienestar que nos genera una respuesta positiva, cada vez que estamos en presencia de algo diferente.
“Desde el punto de vista de la supervivencia, uno puede imaginarse por qué eso es así”, afirma la doctora Ann-Christine Duhaime, profesora de neurocirugía en la Escuela de Medicina de Harvard, directora de neurocirugía pediátrica en el Hospital General de Massachusetts y autora del libro Minding the Climate: How Neuroscience Can Help Solve Our Environmental Crisis. “Si eres un humano o un animal prehistórico, está muy bien descubrir un nuevo campo de arándanos, pero encontrar una nueva amenaza, como un depredador, y no prestarle atención es bastante malo. Gracias a la forma en la que el sistema nervioso está diseñado, la novedad captura más nuestra atención que aquello que nos resulta familiar”.
Estas señales son parte del sistema de recompensa de nuestro cerebro, un circuito de retroalimentación que nos ayuda a tomar decisiones. Duhaime logra explicarlo de manera simple: primero generamos dopamina al notar algo nuevo, liberando así una sensación maravillosa en nosotros (esto se llama “respuesta de alerta”), lo que ayuda a reforzar dicho comportamiento. Rápidamente siguen otras reacciones dependiendo de cuál sea la novedad. Luego tomamos una decisión. Por último, experimentamos el resultado. Si se trata de una experiencia gratificante, nuestros cerebros trabajan con el centro de la memoria (el hipocampo) para reforzar esa asociación positiva.
A medida que este sistema de recompensa evolucionó, nuestras preferencias pasaron de perseguir la novedad a buscar mucha novedad. A nivel evolucionario, en el pasado no necesitábamos restringirnos tanto, pues la escasez era la norma de por sí, pero después de que las revoluciones industriales de finales del siglo XVIII y los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial trajesen crecimiento, velocidad y abundancia, la frase “todo con moderación” se convirtió más en una sugerencia pasada de moda que en un mecanismo de supervivencia.
Ahora, más que nunca, necesitamos pisar el freno. El consumo se ha disparado. Según la Fundación Ellen MacArthur, entre 2000 y 2015 la producción de ropa, calzado y accesorios se duplicó a nivel mundial. Considerémoslo a nivel particular: en 1930 la mujer estadounidense promedio poseía un total de nueve atuendos. En su libro Fixation, la profesora y autora Sandra Goldmark dice que en la actualidad esa cifra casi se ha triplicado. Para aquellos con mayores ingresos el consumo podría ser incluso más alto.
Fabricar cosas, ya sean prendas u otras, no es gratis para el planeta, pero esa ecuación causa-efecto parece menos tangible, o menos publicitada, que el costo ambiental de la comida. Entendemos que se necesitan tierras, agua, mano de obra y otros recursos para la obtención de alimentos. Nuestra ropa tiene el mismo punto de partida, ya sea que se trate de algodón, cáñamo o petróleo para crear materiales sintéticos vírgenes. Pero es fácil ignorar que esas prendas comienzan a base de cultivos, que utilizan enormes cantidades de recursos y que requieren altos números de trabajadores, desde la elaboración de las telas hasta el producto terminado. La desconexión es real.
Algunas estimaciones indican que la industria textil es responsable de hasta el 10 % de las emisiones mundiales de carbono y que la mayor parte de ellas ocurre durante las etapas de producción y procesamiento; desde las materias primas que se obtienen al perforar, minar, talar y extraer hasta el agua y la energía (a menudo carbón) que se necesitan para hacer funcionar las máquinas que fabrican la ropa. Ni siquiera los esfuerzos más nobles, como el uso de materiales reciclados o algodón orgánico, pueden contrarrestar por completo el impacto generado. He aquí un ejemplo claro y directo de esta situación: este año alrededor del 90% de las emisiones de Patagonia ha procedido de nuestra cadena de suministro y de la fabricación de materiales.
Cuando la gente se deshace de su ropa, a menos que la reciclen, la utilicen con otros fines o que otros la hereden, la mayoría de ella se incinera o se descarta en vertederos. Según la Agencia de Protección Ambiental, en 2018 el 85% de la ropa desechada fue a parar a estos sitios, lo que representa casi 40 kilos de residuos por persona. No somos conscientes de la magnitud de estas cifras porque al botar nuestras prendas estas dejan de ser nuestro problema para convertirse en el de alguien más: transportistas de basura, organizaciones sin fines de lucro que clasifican montañas de ropa donada (a menudo ya no sirve para nada) u otros países en donde termina amontonada. Este malicioso sistema en el que se fabrican productos para ser desechados con rapidez, podría aumentar la huella de carbono de la industria a 50% para 2030.
Cabe destacar que hay otro sistema de recompensa que aporta a este escenario, uno que incentiva a los CEO, accionistas y otros actores a vendernos cosas e incluso a hacer que comprar artículos nuevos sea una opción más barata y sencilla que reparar lo que ya tenemos. Mientras investigaba para su libro, la neuróloga Ann-Christine Duhaime encontró revistas para profesionales del marketing que analizaban este tipo de neurología.
“Esta investigación se realizó con el objetivo de vender”, dice. “Tenemos la idea de que la economía debe seguir creciendo, pero pensemos en quién quiere que compremos algo y por qué. Claro que no te van a decir: ‘Quiero que lo compres para que mi director ejecutivo y mi vicepresidente ganen bonos’, sino que dirán que debes hacerlo porque te hará lucir mejor. Ese tipo de consumo se incorpora a la seria crisis existencial en la que vivimos todos y funciona de manera global”.
Antes de culparte por esa mentalidad consumista, recuerda que tu cerebro guía parte del trabajo subconsciente que sucede tras bambalinas. En lo particular, las compras le proporcionan una recompensa inmediata y de corto alcance, gratificación instantánea, pero después de unos años o meses (incluso semanas), lo que compramos en el pasado se vuelve menos emocionante, como sucedió con mi sofá o lo que pasa también cuando observo mi armario lleno de ropa y aun así digo que no tengo “nada” que ponerme.
La moda rápida (el fast fashion) es una de las responsables de esta situación; se trata de una ruleta de tendencias que nos hace sentir como si necesitáramos más y con más frecuencia. Además, debido a que estas prendas son baratas y se deterioran rápido, la urgencia por reemplazarlas nos parece razonable y accesible. Otra culpable de esa mentalidad “más es más” es la neurología humana. Nuestros cerebros reducen el valor de la recompensa con el tiempo para dejar espacio al aprendizaje de cosas nuevas. Si queremos conseguir ese mismo “subidón” que nos llegó después de nuestra compra más reciente, a menudo tenemos que volver a comprar. Según la empresa de consultoría McKinsey, actualmente, y en promedio, la gente usa sus prendas un 36% menos de veces de lo que lo hacían hace quince años.
“En términos evolutivos, si siempre aprovechásemos las mismas oportunidades nunca podríamos explorar nuevas”, afirma la doctora Uma R. Karmarkar, profesora adjunta de psicología del consumidor en la Escuela de Políticas Públicas y Estrategia Global de la Universidad de California en San Diego. “La novedad es realmente útil cuando se trata de encontrar comida y obtener nueva información, también para explorar el mundo que nos rodea. Garantiza que no nos quedemos estancados y nos brinda la oportunidad de hacer las cosas aún mejor”.
Karmarkar me explica este tipo de psicología a modo de antecedente, pero a pesar de eso, el considerar que la ropa nueva sea una oportunidad para mejorar me resulta risible en el mejor de los casos e indulgente, egoísta y vergonzosa en el peor de ellos y, a juzgar por el número de acólitos que ha comenzado a seguir a Marie Kondo en la última década, hay muchas personas que entienden el mantra “menos es más”. Sin embargo, seguimos consumiendo. Según Karmarkar, esto sucede porque cuando decidimos comprar algo no solo las señales neurológicas se hacen presentes, sino también una compleja interacción de nuestras emociones, deseos, necesidades y presiones externas.
“Existe una alta cantidad de factores que nos motivan o, mejor dicho, nos empujan a comprar”, establece Karmarkar. “Podríamos encontrar una oferta, lo que aumenta la recompensa. Otra condicionante es la escasez: si no lo compras ahora, no se repetirá la oportunidad de tenerlo. También está la presión social. El miedo a perderse algo es realmente psicológico. Si la situación se produce en un momento de gran intensidad, como un Black Friday, el mensaje social que nos llega es: ‘Solo hago lo que hacen los demás’. Entonces, ¿salir de la tienda con las manos vacías significa que cometimos un error? A menudo compramos cosas que ni siquiera nos gustan porque el proceso de decisión en sí mismo es divertido”.
Comprender estos impulsos biológicos y emocionales puede ayudar a explicar por qué existen trucos como el Summer Black Friday o el Amazon Prime Day. Aquellos con el objetivo de vender saben exactamente cómo atraernos, incluso en cuanto a la forma de cobrar. Cuando hacemos bromas del tipo: “A mi bolsillo le duele pagar eso”, no se trata solo de una metáfora. La frase “pain of paying” (el dolor de pagar), formulada en 1996 por el científico del comportamiento Ofer Zellermayer, es real.
“Los estudios cerebrales han demostrado que lo que sentimos no es dolor físico, pues esos circuitos no se entrecruzan, sino que se trata de dolor emocional”, dice Karmarkar. “Es más parecido a la respuesta cerebral ante el desagrado o la tristeza que a una descarga eléctrica”.
La doctora además afirma que el dolor es mayor cuando se paga en efectivo y que las compras digitales duelen menos a la hora de pagar, ya sea que hablemos de hacerlo online, usar Venmo, Apple Pay o incluso, en un futuro no tan distante, de parpadear dos veces. Sin una billetera física y sin tener que entregar billetes o una tarjeta de crédito, casi hemos eliminado ese dolor que podría representar una barrera útil para evitar que gastemos o consumamos en exceso.
Por otro lado, hemos canalizado más emociones a través de nuestro vestuario. Ya la ropa no se trata solamente de utilidad, ahora es una forma de expresarnos; quiénes somos, en qué queremos convertirnos y cuánto valemos, bien sea mediante marcas de diseñadores, estética vintage, athleisure, prendas recicladas, reutilizadas, artesanales, orgánicas, hechas en los Estados Unidos o en fábricas con Certificación Fair Trade™, etc. Incluso durante la infancia entendemos el poder de lo que usamos. Por ejemplo, cuando estaba en la primaria, una de las cosas que más deseaba tener en Halloween era un disfraz de Cleopatra de los que vendían en las tiendas, por lo que me sentí muy fuera de moda cuando tuve que asistir al colegio como una reina egipcia cuyo traje había sido hecho en casa y cosido a mano.
A pesar de que no me quisieron comprar el disfraz, mis padres también comprendían la importancia cultural y el valor social de lo “nuevo”. Hace años pensé por error que habían comprado nuestro auto familiar en un concesionario de segunda mano, por lo que rápidamente me corrigieron: “Es nuevo, así que no le digas a nadie lo contrario”. Para dos inmigrantes como ellos, comprar algo nuevo, no usado ni heredado de un pariente, era una señal concreta de que habían triunfado en los Estados Unidos.
Cuando hablamos de esta situación en términos más biológicos que culturales, Duhaime nos recuerda que nuestros cerebros buscan la novedad, no necesariamente lo nuevo, por lo que existen otras formas de satisfacer ese deseo que son efectivas, aunque menos atractivas, como comprar ropa usada, tomarla prestada de amigos o reparar la que ya tenemos para que luzca como nueva. La novedad no es intrínsecamente mala, pero en lugar de desanimarnos por no comprar tantas cosas, ¿qué pasaría si tomásemos la situación como una posibilidad para hacer que las pocas oportunidades de comprar algo valieran más? ¿En qué otros sitios podríamos encontrar novedad?
“Todo lo que resulta satisfactorio suele serlo en más de una dimensión”, establece Duhaime. “Supongamos que tienes algo: una foto, un jarrón o un mueble que ha estado en tu familia por mucho tiempo. Si tienes vínculos con eso, ya hablamos entonces de una dimensión diferente de gratificación. Existen en ella otras capas de significado y memoria, por lo que entonces podemos experimentar satisfacción del tipo: ‘No consumí más de lo que necesitaba’”.
Explica que, aunque los seres humanos y los animales están predispuestos, aunque no programados, a responder a la novedad, esta es solo una de las muchas fuerzas a las que reaccionamos. Otros factores pueden cambiar nuestras prioridades, como la preocupación por la crisis climática.
“Las recompensas sociales tienen un poder muy fuerte”, también afirma. “Es más difícil cambiar cuando uno se siente diferente al resto, pero si encontramos personas que piensen de manera parecida a nosotros y nos reforzamos los unos a los otros a través de las recompensas sociales, con las que obtenemos validación de parte de los que nos rodean, entonces los hábitos se van transmitiendo; personas afines, con motivaciones similares que buscan cambiar juntas. Cada uno de nosotros cuenta con una esfera de influencia”.
Duhaime comparte una historia relacionada con sus guantes de alpaca, desgastados y repletos de agujeros. Nunca había remendado nada, pero fue a una tienda de textiles y comenzó a hablar con la dueña sobre de alternativas para coserlos; la mujer levantó su codo con orgullo para mostrar un parche que destacaba, en vez de esconder, el remiendo de su prenda.
“Comenzamos a hablar de reparaciones radicales”, dice. “Ella estaba tan feliz de tener un sweater con apariencia única como yo. Ahora amo presumir mis guantes, se ven muy bien. No tuve que comprar nuevos, así que ahorré dinero. Nuestro sistema nervioso está diseñado para ser variable en aquello que encuentra gratificante, por lo que podemos encontrar creatividad, orgullo e incluso credibilidad en nuestro estilo sin aumentar el consumo”.
También podemos enviar un mensaje. Uno de los ejemplos más famosos es el de la secretaria de Estado estadounidense Madeleine Albright, quien usaba broches para transmitir señales políticas. Como el de la serpiente, que usó en 1997 para reunirse con funcionarios iraquíes en respuesta a alguien del bando de Saddam Hussein que la había llamado “serpiente sin igual” (el Museo Nacional de Diplomacia Estadounidense alberga algunos de los broches más famosos que utilizó para transmitir mensajes).
De la misma manera, utilizar ropa usada, remendada o heredada, puede enviar a otros el mensaje de que ya tenemos suficiente, de que hacer más con lo que ya poseemos no es solo una declaración de moda, sino que también es necesario para un futuro mejor.
“Saturar a la gente recordándole que ‘¡el planeta se quema!’ puede llegar a ahuyentarla”, afirma Duhaime. “Pero podemos hacer que otros piensen en estos problemas a través de algo atractivo, como un sweater remendado por nosotros mismos con un bonito bordado. Podemos consumir menos y generar más cambios en nuestras vidas sin renunciar a la alegría de vivir. No hay razón para convertirnos en ermitaños, pero tenemos la obligación de manejar este problema con mayor seriedad que en el pasado”.
Archana Ram
Archana es editora en jefe en Patagonia para el área de negocios responsables. ¡Saluda a tu perro de su parte!